sábado, 8 de noviembre de 2008

Guía nº 2. Evolución biológica, organica y teorias evolutivas.


1. Formación de las primeras células

Se ha convenido que el proceso de formación de las primeras células debió superar varias etapas de evolución, tres de carácter prebiológico (química) y una biológica las cuales son constitución de la Tierra, síntesis prebiológica, fase subcelular y fase protocelular.

a) Constitución de la tierra.

Se estima que tuvo lugar hace unos 5.000 millones de años. El enfriamiento de las rocas emitía gases a la atmósfera ricos en compuestos de carbono y carentes de oxígeno (reductores). Durante la constitución de la Tierra la atmósfera era reductora, debido a la carencia de oxígeno de los gases emitidos al enfriarse las rocas.

b) La síntesis prebiológica.


Se produce a partir de los monómeros, o moléculas sencillas procedentes de los gases de la atmósfera primitiva, que posteriormente quedarían disueltos en el medio líquido. Aminoácidos, azúcares y bases orgánicas se irían formando mediante diferentes tipos de energía, descargas eléctricas o radiaciones ultravioletas. Éstos, en el medio acuoso, tendrían una polimerización gradual dando lugar a macromoléculas o cadenas proteicas y de ácidos nucleicos.

c) Fase subcelular


Las microesferas de proteinoides (según Fox) o coacervados (según Oparin), consistentes en gotitas ricas en polímeros, inician su separación dentro del medio acuoso, que primitivamente tenía una consistencia de sopa. Por selección química, se generarían posteriormente protobiontes individualizados independientes del entorno (formados por proteínas y ácidos nucleicos). Las descargas eléctricas y radiaciones ultravioleta darían lugar a la polimerización gradual en el medio acuoso.

d) Fase protocelular


Se activa un mecanismo de autorreproducción, y una evolución biológica por selección natural. Ese mecanismo genético asegura que las protocélulas hijas adquieran las mismas propiedades químicas y metabólicas de las protocélulas padre, es decir, se realiza una transmisión hereditaria, que a su vez permite la existencia de mutaciones (evolución biológica). Las actuales bacterias anaeróbicas como las de tipo Clostridium (fermentadoras), serían parecidas a las que en el origen de la Tierra tendrían los primeros seres vivos, que, probablemente, consistirían en formas unicelulares heterótrofas; de todas formas, estas bacterias actuales requieren adquirir en el entorno moléculas energizadas constituidas por reacciones no biológicas. Las primeras células que dependían, como ya se dijo, de materia orgánica formada por diferentes fuentes de energía como las descargas eléctricas (que comenzaría a escasear), prescindieron progresivamente de esa energía cuando la fotosíntesis entró en acción. La atmósfera comenzó entonces a recibir O2, y por evolución aparecerían las cianobacterias o algas azules, cuyos sedimentos fueron identificados en microfósiles de hace unos 3.500 millones de años. La atmósfera del planeta cambió de reductora a oxidante en los 2.000 millones que siguieron a los procesos descritos. De cada cinco moléculas una era de O2. Con la formación de la capa de ozono se redujeron las radiaciones ultravioleta, y por esa razón las condiciones que permitieron la aparición de la vida desaparecieron definitivamente. Por tanto, la instauración plena de vida eliminó las condiciones originales que la hicieron posible. La aparición por evolución de los primeros eucarióticos unicelulares y pluricelulares, se sitúan alrededor de hace unos 2.000 millones de años.

2. La hipótesis de Wegener: La Deriva Continental.


A pesar de que varios geólogos habían defendido la idea del desplazamiento en gran escala de los continentes, fue Alfred Wegener, meteorólogo alemán, el primero en reunir pruebas amplias que justificaran y sostuvieran la idea de que las masas terrestres hoy disjuntas formaban en el pasado geológico una única e inmensa masa continental, que denominó Pangea. En 1910, Wegener puso su atención en la idea de la deriva de los continentes, pues estaba impresionado, como tantos otros, por la semejanza de las costas de los continentes situados en ambos lados del Atlántico sur. Inicialmente le pareció improbable la idea de los desplazamientos de los continentes. A partir de 1911, gracias a datos paleontológicos, también empezó a buscar pruebas geológicas que apoyaran la idea de la deriva continental. Trabajó intensamente y el 6 de enero de 1912 presentó una conferencia acerca de la deriva en la Unión Geológica de Frankfurt, titulada "La formación de las grandes estructuras de la corteza terrestre (continentes y océanos) con bases fisiográficas". El 10 de enero de ese mismo año pronunció otra conferencia, esta vez en la Sociedad para el Fomento de la Historia Natural General de Marburgo, titulada Die Entstehung der Kontinente ("El origen de los continentes"). Con este mismo título publicó, también en 1912, dos trabajos sobre el tema. Después viajó de nuevo a Groenlandia (1912-1913) y en seguida tuvo que pasar a la vida militar activa, debido al inicio de la primera Guerra Mundial; fue herido dos veces y se dio de baja en 1915. Utilizó su período de convalescencia en elaborar con mayor amplitud los dos artículos de 1912. De ahí resultó su libro Die Entstehung der Kontinente und Ozeane ("El origen de los continentes y océanos"), hoy un clásico de la literatura geológica, publicado en 1915 y con numerosas ediciones.

En esa época era opinión corriente que el planeta Tierra se había originado de una masa en fusión; al solidificarse la Tierra, los materiales más leves, en gran parte graníticos, se habían reunido en la superficie del planeta, dejando abajo las rocas basálticas, más duras y pesadas, y en el centro un núcleo metálico todavía más denso. Al solidificarse la corteza se formaron las cadenas montañosas, por plegamiento de la corteza siálica, tal y como se forman arrugas en la cáscara de una manzana que se está secando y marchitando.

En su libro, Wegener examinó esa idea. Propuso que inicialmente existía en la superficie de la Tierra un supercontinente continuo, Pangea, el cual se habría partido durante la Era Mesozoica y sus fragmentos empezaron a moverse y dispersarse. Llamó a este movimiento Horizontale Verschiedung der Kontinente (desplazamiento horizontal de los continentes). Más tarde ese proceso fue denominado deriva continental. Adoptando con convicción el concepto de isostasia postulado por el astrónomo inglés G. B. Airyz, Wegener admitió que los fragmentos de Pangea, constituidos por materiales graníticos leves (densidad: 2.8), "fluctuarían" por arriba de materiales basálticos subyacentes, más densos y fluidos (densidad: 3.3), que forman el piso oceánico. Así, como los icebergs en el agua, los fragmentos de Pangea, constituidos por sial, estarían en equilibrio sobre el sima. Ese equilibrio isostático permitiría a esos bloques realizar movimientos verticales, que resultan de la aplicación del principio de Arquímedes. Cuando la erosión desgastara una camada superficial de un continente, éste tendería a subir, tal como una barca que está siendo descargada. Un ejemplo de ese fenómeno se relaciona con el aligeramiento que ocasiona el derretimiento de grandes masas de hielo, como en la península de Escandinavia, donde se puede comprobar una elevación de cerca de un metro por siglo. Wegener argumentó que si esos bloques continentales siálicos fluctuando en el sima podían realizar movimientos verticales, también podrían realizar movimientos horizontales deslizantes, siempre y cuando se ejerciera una fuerza suficientemente fuerte.
Para apoyar su hipótesis Wegener reunió una cantidad impresionante de datos que extrajo de diversas ramas de las ciencias naturales, incluyendo la geofísica, la geología, la paleontología y las ciencias biológicas. Trataremos tales datos más adelante. Wegener también utilizó como demostración de la deriva continental la coincidencia fisiográfica de las costas de los continentes que cercan el Atlántico. Demostró que al yuxtaponer tales estructuras presentan similitudes y se acoplan como si fueran las piezas de un rompecabezas. Por ejemplo, la sucesión vertical de rocas sedimentarias y lava basálticas que componen, respectivamente, la secuencia del Paleozoico Superior y del Mesozoico de la cuenca del Paraná, en Brasil, es semejante a la que se encuentra en la cuenca del Karoo, en Sudáfrica. Wegener demostró igualmente que, al reconstruirse el supercontinente Pangea, los depósitos de carbón y de evaporitas yacen próximos al ecuador de esa época, mientras los tilitos de India, Australia, Sudamérica y sur de África estarían próximos al antiguo polo. Entonces pensó que era evidente que la posición de las masas terrestres había cambiado no sólo en la relación que tenían unas con otras, sino que también en relación con el polo. Así, según Wegener, durante el movimiento los fragmentos de Pangea se habían alejado de los polos, por lo cual denominó a ese movimiento Polflucht (fuga de los polos). Para Wegener; al final del Carbonífero, o sea, hace aproximadamente 290 millones de años, sólo existía un único continente, Pangea. Esa inmensa masa continental se habría fragmentado posteriormente en distintas direcciones, de tal manera que en el Eoceno ya se podrían distinguir con claridad dos continentes: el eurasiático, que se comunicaba, a través de Escandinavia con Norteamérica, dando lugar a un supercontinente septentrional llamado Laurasia, y, al sur, una serie de bloques continentales (hoy separados) que constituía el supercontinente de Gondwana, el cual comprendía a Sudamérica, Antártida, Australia y África. Según Wegener, la deriva de las balsas continentales se manifestó geológicamente por lo que él llamó "juegos de popa y de proa". En el frente de los continentes (o en la "proa de la balsa") en movimiento se formaron gigantescas arrugas: las cadenas de montañas; así, el contacto de América, que deriva hacia el occidente, con el sima del Pacífico generó la cordillera de los Andes y las Montañas Rocosas; Australia, que deriva hacia el Oriente, indujo la formación de sus cadenas costeras orientales. Esos arrugamientos de la "proa" también tienen importantes repercusiones internas que generan las actividades volcánicas y magmáticas intensas de esas regiones.
Del lado de la popa los fenómenos no son menos espectaculares. Los continentes en deriva abandonan, en su rastro, algunos fragmentos de su margen posterior (la "popa de la balsa"), generando islas, grandes o pequeñas. América, por ejemplo, en su deriva hacia el oeste, habría formado tras de sí el arco de las islas de las Antillas. Más espectacular todavía habría sido la deriva de Asia hacia el noroeste, que dejara como huella la guirnalda de las islas del Archipiélago de Sonda, el Japón, las Kuriles y otras.
Finalmente, Wegener propuso un mecanismo para explicar el Polflucht y la deriva. Argumentó que las fuerzas gravitacionales resultantes de la forma de la Tierra, un elipsoide en revolución, eran las que causaban el Polflucht, y que la deriva de los continentes hacia el oeste resultaba del "empuje" que recibían las masas continentales debido a las mareas inducidas por la atracción gravitacional del Sol y de la Luna. Pero Wegener presentó tales ideas sólo como tentativas de explicación, pues afirmó que "la cuestión de cuáles fuerzas habrían podido causar esos desplazamientos, pliegues y hendiduras, aún no puede responderse conclusivamente".

3. Biología evolutiva.

El origen de la vida ha tenido en todas las civilizaciones una explicación cuyo denominador común era la intervención divina. La ciencia, sin embargo, ante esta gran pregunta necesitaba buscar causas, reglas o mecanismos que dieran a ese hecho una justificación constatable. La generación espontánea de la vida fue una teoría autorizada y desautorizada consecutivamente en varias ocasiones entre 1668 y 1862, año éste último en que se disipó la incógnita. En 1668 el médico italiano Francesco Redi demostró que las larvas de mosca de las carnes en descomposición se producían a causa de puestas previas, y no espontáneamente por la propia carne. La generación espontánea quedaba en parte desautorizada (no exenta de polémica) a pesar del arraigo que esa teoría tenía en la historia de la biología. La polémica sobre la generación espontánea se avivó aún más cuando en 1677 Antoni Van Leeuwenhoek, un fabricante de microscopios y pionero en descubrimientos sobre los protozoos, desautorizó de nuevo la antigua teoría cuando experimentó sobre microorganismos sólo visibles al microscopio, ante la aparente constatación de que estos seres aparecían espontáneamente en los alimentos en descomposición. Demostró que las pulgas y gorgojos no surgían espontáneamente a partir de granos de trigo y avena, sino que se desarrollaban a partir de diminutos huevos. Tuvieron que transcurrir cien años para que en 1768 el fisiólogo italiano Lázaro Spallanzani (uno de los fundadores de la biología experimental) demostrase la inexistencia de generación espontánea. Hirviendo un caldo que contenía microorganismos en un recipiente de vidrio, y cerrándolo después herméticamente para evitar la entrada de aire, el líquido se mantuvo claro y estéril. Los inmovilistas de esa época no dieron validez al experimento, a pesar de su rotundidad, y expusieron como argumento que se había alterado el aire del interior del recipiente por efecto del calor, eliminando los principios creadores de la vida. El problema seguía sin resolverse definitivamente en la segunda mitad del siglo XIX, hasta que el biólogo francés Louis Pasteur se propuso emprender una serie de experimentos para solventar la cuestión de la procedencia de esos microorganismos que, en apariencia, se generaban espontáneamente. En 1862 Pasteur llegó a la conclusión de que los gérmenes penetraban en las sustancias procedentes de su entorno.
Ese descubrimiento dio lugar a un debate feroz con el biólogo francés Félix Pouchet, y más tarde con el respetado bacteriólogo inglés Henry Bastion; éste último mantenía que la generación espontánea podía darse en condiciones apropiadas. Una comisión de la Academia de Ciencias aceptó oficialmente en 1864 los resultados de Pasteur, a pesar de ello los debates duraron hasta bien entrada la década de 1870. En la actualidad, la base de referencia de la teoría evolutiva del origen de la vida, se debe al bioquímico soviético Alexandr Ivánovich Oparin, aunque el británico John Burdon Sanderson Haldane sostuvo una idea similar. Oparin postuló en 1924 que las moléculas orgánicas habían podido evolucionar reuniéndose para formar sistemas que fueron haciéndose cada vez más complejos, quedando sometidos a las leyes de la evolución. Según esta teoría, los océanos contenían en sus orígenes gran cantidad de compuestos orgánicos disueltos. En un proceso que requirió mucho tiempo, esas moléculas se fueron agrupando en otras mayores y éstas a su vez en complejos temporales. Alguno de esos complejos se convirtió en un protobionte tras adquirir una serie de propiedades, por las cuales podía aislarse e introducir en su interior ciertas moléculas que le rodeaban y liberar otras. Las funciones metabólicas, la reproducción y el crecimiento habrían aparecido después de que el protobionte adquiriera la capacidad de absorber e incorporar las moléculas a su estructura, para finalmente conseguir separar porciones de sí mismo con iguales características. La teoría de Oparin fue experimentada con validez por Stanley Miller en 1953, como parte de su tesis doctoral dirigida por H. Urey; consiguiendo obtener compuestos orgánicos complejos después de reproducir las condiciones primitivas del planeta en un aparato diseñado al efecto. Miller creó un dispositivo, en el cual la mezcla de gases que imitan la atmósfera primitiva, es sometida a la acción de descargas eléctricas, dentro de un circuito cerrado en el que hervía agua y se condensaba repetidas veces. Se producían así moléculas orgánicas sencillas, y a partir de ellas otras más complejas, como aminoácidos, ácidos orgánicos y nucleótidos.


Una condición indispensable para la evolución de la vida a partir de materia orgánica no viva, era la existencia de una atmósfera terrestre carente de oxígeno libre. En opinión de Haldane, que sostenía esa idea, durante el proceso biogenético los compuestos orgánicos no podrían ser estables en una atmósfera oxidante (con O2); serían los organismos fotosintéticos los que posteriormente producirían el O2 atmosférico actual. En resumen, la vida surgió en unas condiciones ambientales muy distintas a las actuales, las de la Tierra primitiva, a partir de moléculas orgánicas que no competían con ningún otro organismo vivo. Mediante la intervención de la selección natural se habrían ido diversificando hasta los actuales organismos.

4. La evolución biológica.

En el año 1593, el arzobispo James Usher en colaboración con el doctor John Lightfoot, de la Universidad de Cambridge, a través de una serie de sesudos y complicados cálculos basados en datos del Antiguo Testamento, llegó a la conclusión de que el mundo fue creado a las 9 de la mañana del domingo 23 de octubre del año 4.004 antes de Cristo. Las afirmaciones del buen arzobispo irlandés, junto con el carácter sacrosanto de los libros del Génesis y su narración de la creación única de todas las criaturas vivientes, además de la creación del hombre a imagen y semejanza del propio creador, no dejaban posibilidad alguna de mirar a la naturaleza y a nosotros mismos desde otra óptica. El poder del dogma llegaría incluso hasta nuestros días con el creacionismo y las religiones evangélicas y protestantes. El concepto de "evolución biológica", al que la mayoría asociamos con el nombre de Charles Darwin y con la revolución científica en las ciencias naturales comenzada el pasado siglo es, sin embargo, muy antiguo. Las más tempranas especulaciones sobre el tema las podemos encontrar en los escritos de algunos de los filósofos griegos: como Thales de Mileto (624-548 a.C.), Anaximandro (588-524 a.C.), Empédocles (9495-435 a.C.), Epicuro (341-270 a.C.), incluso el gran biólogo filósofo Aristóteles (384-322 a.C.). Algo más tarde, el poeta romano Titus Lucretius Carus (99-25 a.C.) daba una explicación evolutiva para el origen de plantas y animales en su poema “De Rerum Naturae”. Pero el espíritu de las ideas que griegos y romanos esbozaban, estaba impregnado de pensamiento metafísico en el sentido de que la gradual evolución desde organismos simples hacia otros más complejos equivalía a una progresiva gradación de lo imperfecto hacia lo perfecto. Con la caída del Imperio Romano y el posterior auge del cristianismo, el progresivo dogmatismo religioso bloqueó todo intento de investigación racional de la naturaleza, dejando solamente posibilidades a quienes sintieran pías inquietudes, similares a las del arzobispo Usher. Por supuesto, siempre dentro del marco de los escritos bíblicos y en lo posible bajo un estrecho control de las autoridades eclesiásticas. Es de justicia, no obstante, agregar que esas limitaciones al pensamiento y a la libre investigación, no han sido exclusividad del cristianismo. Se puede decir que todos los grandes textos religiosos, hindúes, judíos o musulmanes, plantean para los seres vivos y el hombre, unos orígenes divinos que imponen a sus creyentes y que obviamente chocan frontalmente con una visión científica del mundo. Sin embargo, el bloque dogmático no fue siempre monolítico e impenetrable, al menos en Occidente. Leonardo da Vinci (1452-1519), el gran Leonardo, es considerado por muchos como el padre de la Paleontología, ya que entre sus múltiples talentos y habilidades figura la de haber sido aficionado a coleccionar fósiles y además ser el primero en interpretarlos como lo que son: restos de organismos desaparecidos del pasado. Pero ese, fue un pequeño chispazo de inquietud que no encontró respuestas estimulantes a la investigación evolutiva hasta pasado el siglo XVII e incluso buena parte del XVIII. Aún cuando Nicolas Copérnico (1473-1543), Ticho Brahe (1546-1601), Galileo Galilei (1564-1642) y Johan Kepler (1571-1630), reviviendo la antigua teoría del griego Aristarco (230 a.C.) provocaron la primera revolución científica renacentista al destronar al geocentrismo, que junto con el antropocentrismo, era uno de los puntales del pensamiento más vanidoso y arrogante de la humanidad.
En realidad la corriente investigadora que llevaría a recuperar y elaborar científicamente el concepto de evolución biológica arrancaría en 1735 con la publicación de la obra Systema naturae, de Carl von Linné (1707-1778). Linneo, botánico sueco, que creó un sistema de clasificación de los seres vivos con categorías jerárquicas según sus semejanzas o diferencias. Así, con una nomenclatura binaria y latina, desde las especies y los géneros, su sistema se vio enriquecido por un escalafón que comprende familias, órdenes, clases y reinos a los que se han agregado categorías intermedias en las que se agrupan los diversos tipos de plantas y animales. Lo importante de la sistemática de Linneo, no solo radica en darle al objeto de las ciencias naturales un lenguaje universal, sino que además, al ordenar a los organismos en escalas de complejidad, abría la posibilidad de establecer deducciones transformistas o evolucionistas; de concebir o sospechar antepasados comunes para grupos diversos de organismos vivos. Linneo nunca se declaró evolucionista, posiblemente en razón de sus creencias religiosas, pero fue el primero en incluir al hombre entre los animales, de clasificarlo dentro del orden de los primates antropomorfos y de llamarlo, de acuerdo con su sistema, "Homo sapiens". Lo más curioso de ello, es que incluso consideró la existencia de un "Homo silvestris" que sería una especie intermedia entre el hombre y los simios. En la segunda mitad del siglo XVIII fue progresiva e irremediablemente precipitando la idea evolucionista que obviamente estaba en el aire. Desde 1749 a 1767 se fueron publicando los 36 volúmenes de la monumental Historia Natural, General y Concreta de George Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788). Buffon, religioso como Linneo, seguramente se vio asaltado por dudas y contradicciones morales derivadas de sus observaciones. Pero dio un paso más adelante y aceptó un cierto proceso evolutivo en algunas especies; sólo que la evolución de Buffon tenía un sentido distinto, el de la degeneración. En su óptica, los monos eran degeneraciones del hombre y los burros lo eran del caballo. A todo esto, en todo el mundo seguían apareciendo fósiles, fortuita o intencionalmente, que pedían a gritos ser incluidos en alguna rama de las ciencias naturales. La tarea iba a recaer en el fundador de la Paleontología moderna; el barón George Leopold Cuvier (1769-1832), naturalista francés de enorme talento y profusa producción científica. Cuvier, como Buffon y Linneo, tampoco fue evolucionista, pero también sin quererlo, contribuyó a la gestación de la idea. Sus trabajos de anatomía comparada entre animales extinguidos y vivientes, daban muchas pautas de la transición entre peces y anfibios, y anfibios y reptiles. Pero, el no lo quiso aceptar, o no lo vio, y así fue como elaboró su famosa teoría catastrofista, asociada al diluvialismo de la iglesia, con la cual proclamaba no una continuidad entre faunas extintas, sino sucesivas creaciones independientes. Irónicamente, el mayor adversario de Cuvier fue un paisano suyo, de humilde origen y naturalista autodidacta brillante llamado Jean Baptiste Lamarck (1744-1829), quien a través de su más importante obra Phylosophie Zoologique, publicada en 1809, el año del nacimiento de Charles Darwin, se convirtió en el auténtico precursor de la teoría de la evolución biológica. Lamarck postuló su teoría con tres premisas principales:

1) El ambiente modifica la estructura de plantas y animales.
2) Los cambios anatómico-funcionales se producen por el uso o el desuso.
3) Las nuevas características adquiridas se transmiten por herencia a la descendencia.

La hipótesis de Lamarck fue rechazada casi por unanimidad, por una parte debido a la imposibilidad de que los caracteres adquiridos pudieran transmitirse por herencia, pero también por lo difícil que era todavía en su tiempo, derribar las barreras del prejuicio religioso. Sin embargo, pese a las limitaciones de su teoría, Lamarck fue un destacado científico que además de sus contribuciones botánicas y zoológicas, tuvo la valentía de no dejarse avasallar por antiguos dogmatismos y plantear sus ideas abiertamente, lo cual lo convirtió en el adelantado de la moderna concepción de la evolución biológica. A partir de la teoría lamarckiana, la idea evolucionista se generalizó por todo el mundo científico, dejando la puerta abierta a nuevas propuestas y estimulando las inquietudes sobre el origen de la vida, de los seres vivos y del hombre mismo. Charles Darwin nació en 1809 y murió en 1882 a los 73 años de edad, después de una fecunda vida científica. Desde niño sintió una fuerte inclinación por las cosas de la naturaleza y aún cuando intentó seguir la tradición familiar estudiando medicina primero y la carrera eclesiástica después (sin llegar a terminar ninguna de las dos), le surgió de pronto, a los 22 años, la oportunidad de volver a su verdadera vocación. Durante 5 años, desde 1831 hasta 1836, viajó alrededor del mundo a bordo del bergantín Beagle, como naturalista oficial de una de las expediciones armadas por el almirantazgo inglés. El viaje salió de Plymouth, y recorrió básicamente el hemisferio sur por el Atlántico, el Pacífico, y el Indico. Posiblemente nadie que conozca, aunque sea muy superficialmente, el famoso viaje de Darwin, ignore su paso y estancia en las islas Galápagos; pero también es posible que pocos sepan que previamente, estuvo en distintas partes de Chiloe, incluyendo Ancud.
Sin duda alguna, el del "H.M.S. Beagle" fue uno de los viajes más fecundos desde el punto de vista científico y ciertamente decisivo en lo que tiene que ver con la evolución biológica. Darwin volvió a Inglaterra con un impresionante cargamento de fósiles, de especimenes de plantas y animales, de datos y notas recopiladas en el mar y en tierra firme, de valiosas experiencias sobre el comportamiento de plantas, animales y hombres de distintas latitudes y de los más diversos ambientes. Sus ideas acerca de la evolución, surgidas paulatinamente durante años de observación, fueron tomando forma en notas y apuntes que ya consideraba dentro del concepto de teoría y que fue madurando mientras escribía y publicaba diversos trabajos botánicos, zoológicos y geológicos. El 24 de noviembre de 1859, 23 años después de haber finalizado su famoso periplo alrededor del mundo, Charles Darwin publicaba la primera edición de su obra cumbre: Del Origen de las Especies por medio de la Selección Natural, o la conservación de las Razas favorecidas en la Lucha por la Vida. La obra más importante relacionada con las ciencias biológicas del siglo XIX.
Sin embargo y en honor a la verdad, es imprescindible mencionar el hecho de que no fue Darwin el único autor de la teoría de la evolución de las especies. En 1858, un año antes de su famosa publicación, Alfred Russell Wallace, un joven naturalista inglés que llevaba ocho años trabajando en el archipiélago malayo, concibió casi simultáneamente con Darwin una idea sobre la evolución de las especies que coincidía prácticamente en su totalidad con la de éste. De ahí que, aunque la teoría se difundió como obra exclusiva de Darwin, con justicia debe mencionarse como la teoría "Darwin-Wallace".
En febrero de 1871, Darwin publicó La Descendencia del Hombre y la Selección en relación al Sexo, obra en dos tomos y cuyo propósito era el de incluir a la especie humana dentro del proceso de la evolución biológica. En el Origen de las especies apenas mencionaba al hombre dentro de la problemática de la evolución, pero dejaba abiertas las posibilidades al decir: "se arrojará mucha luz sobre el origen del hombre y de su historia". Fue tal vez esta frase la que enardecía más a los espíritus religiosos, al involucrar al hombre en el mismo proceso, ya de por si considerado herético. Era intolerable el sólo hecho de mencionar al hombre en una obra que postulaba revolucionarios conceptos de naturaleza puramente biológica. Significaba considerar al "rey de la creación" como un animal más, y lo que es peor, echaba por tierra el principio antropocéntrico. La palabra de Darwin ofendió ciertamente a muchos de sus contemporáneos y la oposición que experimentó fue tenaz y persistente, pero a pesar de todas las vicisitudes por las que pasó su teoría evolucionista, el naturalista siempre contó como incondicionales defensores desde la primera hora, a la plana mayor de la biología de su época: Lyell, Henslow, Wallace, Hooker, Huxley y Gray, son algunos de los más importantes. En 1882, cuando muere Charles Darwin, la mayoría de los biólogos se había convencido de la importancia de las conclusiones del sabio, que habían sido también aceptadas por amplios sectores de la opinión publica. Sin embargo, quedaban grandes lagunas por resolver, que hicieron surgir nuevas polémicas entre los investigadores.

La teoría de la evolución darwiniana se apoya sobre cuatro argumentos principales:

1) Variación: los organismos varían y derivan de unos a otros en forma hereditaria.
2) Lucha por la existencia: en la naturaleza nacen muchos más organismos de los que sobreviven.
3) Selección Natural: las variaciones seleccionadas por el medio, de acuerdo a su capacidad de adaptación son las que favorecen la reproducción y la supervivencia.
4) Especiación: la Selección Natural acumula variantes favorables produciendo subespecies o razas primero y nuevas especies después.

El mayor problema de Darwin consistió en explicar los mecanismos hereditarios. La genética aún no existía y todo lo referente a la herencia se explicaba con la "teoría de la sangre", que no se ajustaba convincentemente con el argumento de la variación. El sacerdote austríaco Gregor Mendel (1822-1884) había presentado en 1865 su trascendental trabajo Hibridación de Plantas, pero su complicada disertación solo consiguió aburrir al auditorio de la Sociedad de Brunn para el Estudio de las Ciencias Naturales. Su trabajo de ocho años, sus famosas leyes de la herencia, fueron ignoradas lamentablemente al no tener la difusión que merecían.
A principios del siglo XX, en 1900, el holandés Hugo de Vries (1848-1935), el alemán Carl Correns (1864-1933) y el austríaco Erich von Tschermak (1871-1962), redescubrieron independientemente las leyes de Mendel. Con el reconocimiento de los cromosomas y de los genes, una nueva revolución biológica llamada Genética se ponía en marcha. La mayor parte de la primera mitad del siglo la dedicaron los genetistas al estudio de la composición de genes y cromosomas y al de las mutaciones o variaciones que se producían en ellos. En 1953, el norteamericano James Watson y el británico Francis Crick publicaron su descubrimiento de la molécula helicoidal de ácido desoxirribonucleico, ADN, contenida en los cromosomas del núcleo celular. Los autores del trascendental hallazgo recibieron el premio Nobel de 1962.
De acuerdo al nuevo conocimiento, un gen está compuesto por una secuencia de las cuatro bases o nucleótidos que se repiten a lo largo de la molécula de ADN contenida en el cromosoma. Cualquier cambio que se produzca en la secuencia de bases, constituye un error y por lo tanto una mutación génica. De esta forma hemos llegado a conocer el mecanismo de las variaciones, principio fundamental de la evolución. Es así, cómo en la actualidad, el fenómeno de la evolución biológica, dispone de toda una serie de disciplinas de estudio e investigación, que concurren en la forma de ir conociendo cada vez más el proceso, y como pruebas de su importancia rectora de la vida sobre el planeta. Desde la taxonomía de Linneo, los estudios de embriología de Haeckel, los permanentes descubrimientos de la paleontología en todo el mundo y la observación de la distribución biogeográfica a los constantes e imparables avances de la genética de poblaciones y la investigación actual del genoma humano y en general de la biología molecular, el panorama lleva a la conclusión de que la evolución ha alcanzado su madurez.
La idea fundamental de Darwin esta hoy ampliamente aceptada por el mundo científico porque es un proceso plenamente comprobado. La moderna biología evolucionista es una síntesis de los conocimientos de la teoría de la selección natural y de la genética y los hallazgos de la biología molecular enlazan con gran exactitud con los razonamientos de Darwin.
En la naturaleza sobreviven y se reproducen los organismos mejor dotados, los mejor adaptados a las condiciones del medio. La mayor parte de ellos son eliminados desde el principio porque la selección natural opera básicamente por "reproducción diferencial"; es decir que los individuos con mayor capacidad de adaptación al medio, los más eficientes, los de mayor capacidad reproductiva para dejar descendencia, son en consecuencia los que producen "eficiencia biológica", esto es mejores combinaciones de genes de la población.
Ese es el verdadero sentido de la selección natural y de la lucha por la existencia, muchas veces falsamente confundido como resultado de competiciones regidas por comportamientos innatos de agresividad y violencia.
Generalmente la supremacía del más fuerte equivale a la supremacía del mejor adaptado, del más sano, del que se ha salvado de la predación, del más hábil y del más "seductor" para reproducirse en una nueva generación. Por eso la reproducción es crucial en el proceso de evolución; junto con la tasa de natalidad, define el éxito de una especie, siempre y cuando el equilibrio demográfico impuesto por el medio no sea alterado o no se altere el medio en sí.
La selección natural se pone en marcha, cambia su ritmo o se acelera como consecuencia de los cambios ambientales, por eso el éxito de cualquier especie siempre va a ser temporal; cada grupo de organismos tiene su tiempo y por eso la extinción, que es lo contrario de la adaptación, es una parte alternativa de la evolución. Cuando miramos hacia el registro fósil de organismos del pasado, pese a las dificultades que normalmente presenta su hallazgo y a las aún más raras condiciones que ha exigido el proceso de fosilización, y vemos que el número de especies desaparecidas que hemos logrado identificar y calcular, es infinitamente superior al del que suponemos que hay hoy en día en nuestro planeta, nos damos cuenta de cómo ha trabajado la evolución durante miles de millones de años. Y tomamos conciencia de que la evolución no mantiene las especies, pero si conserva y promueve la vida. Richard Leakey, célebre paleoantropólogo kenyata explica en uno de sus libros que la vida en el planeta Tierra ha pasado por cinco grandes extinciones masivas y que muy probablemente estemos en el inicio de la sexta. La "ecología" esta hoy de moda, y mucha gente se preocupa por el deterioro ambiental que todos sufrimos. La filosofía subyacente a los movimientos conservacionistas puede y debe hacer mucho por mejorar la situación, pero no puede ir contra las pautas naturales. El respeto que le debemos a la naturaleza debe ir contra los factores culturales degradantes que aceleran los procesos de cambio ambiental; al menos los más abordables por ser solucionables práctica, económica y tecnológicamente. Otros son irreversibles y son hechos que debemos asumir, como la superpoblación y sus consecuencias. Gaia seguirá funcionando con o sin nosotros mientras el sol la siga iluminando.